Me encontraba caminando por el Infierno de la mano protectora de la razón y la sabiduría; Safo, poetisa griega trascendente de su época que nunca conoció la gracia de Dios y fue relegada al Limbo. A cada paso que dábamos descubría una nueva atrocidad a la que eran sometidas las almas condenadas; mis ojos volaban con fascinación y espanto por los rostros atormentados, los cuerpos lacerados, los gritos de agonía y los infringidores de la tortura. Safo, en cambio, caminaba con la imperturbable tranquilidad que sólo un alma milenaria que ha pasado el equivalente a una eternidad en el Infierno puede conseguir.
Por instantes, mi sensibilidad ante la tortura se acrecentaba en lugar de debilitarse por la costumbre debido a la crudeza tan distinta y gráfica que se veía en cada círculo. A donde quiera que volteaba sólo veía cuerpos de dos rostros azotados contra las rocas, a un colosal perro de tres cabezas lanzando mordiscos a diestra y siniestra, y piernas agitándose con violencia ante la impotencia de estar de cabeza ahogándose en el lodo.
Llegando al quinto círculo, me detuve de golpe al ver cara a cara a mi peor miedo de la infancia: Jack el destripador, o lo que quedaba de él… tenía un cuchillo aserrado y goteando sangre en una mano, y la otra estaba tirada en el suelo a sus pies, miles de costuras atravesaban su cuerpo desnudo con heridas supurantes y fragmentos de agujas incrustados en su piel. Safo, paciente ante la curiosidad me permitió observar con horror cómo descuartizaba su cuerpo, recorriendo cada articulación posible con un sinnúmero de cuchillos mal afilados, la sangre manando a borbotones y entorpeciendo la mano que aún tenía para coserse y empezar nuevamente la tortura con la otra mitad de su cuerpo.
Mis pies permanecían clavados por la estupefacción al suelo y sólo reaccionaron cuando mi guía tiró de mi mano con cierta insistencia al siguiente nivel. Mi mente casi no pudo asimilar lo que veía, seguía ocupada con la impresión que había causado en mí presenciar una tortura completa; sólo reaccioné al sentir la ráfaga de aire helado y el suelo congelado. Si creía que la tortura había sido impresionante no se comparaba en absoluto con el terror que sentí al encontrarme frente a frente con el imponente Satanás; con sus tres rostros grotescos y de grandes fauces que devoraban y escupían a la peor escoria traidora de la hostoria. Pero el grito de alegría que resonó por las paredes de hielo estaba tan fuera de lugar que no pude más que volver a observar; ¡qué sorpresa la mía al ver a James W. Johnes recibiendo con los brazos abiertos las fauces de Agatodemon!, escuché con total nitidez sus huesos crujir hasta hacerse polvo, y vi la masa ensangrentada que era su cuerpo ser tragada por Él; e inmediatamente después ser regurgitado completamente ileso y gritando con desesperación.
Miré sin comprender a mi guía, quien simplemente dijo: -El peor castigo para un suicida; regresar a la vida después de una muerte atroz para repetir el castigo hasta la eternidad.
-Tamara Lugo Garza
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